En la lejanía se escucha
un enérgico concierto de congos,
mientras muy alto
sobre los árboles,
vuela una majestuosa lapa verde.
Se divisa, bajo la fresca sombra
de árboles de aguacate y pejibaye,
entre siembros de plátano y palmito,
una rústica casita de madera:
su finca, su mundo particular.
Donde inmerso en su propia soledad,
vivió Kalo sus últimos años,
seducido por el cálido aire caribeño,
nutriéndose de los deliciosos frutos
de la naturaleza a su alrededor.
Vivió libre,
indiferente al calor y la lluvia,
las picaduras de mosquitos
y al sudor que empapaba
todo su cuerpo.
Con sus botas de hule
y sombrero campesino,
recorríó a diario su parcela,
bañada por una arrulladora quebrada
y rodeada de un exquisito jardín
de flores tropicales.
Vivió feliz,
hasta que le llegó la hora de partir.
Cambió sus tirantes y ropa de campo
por un traje de gala,
y con la foto de su amada,
en su bolsillo,
partió al más allá decidido
a encontrarla.
¡Dios te bendiga papá!
enero 22, 2011
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