marzo 06, 2010

Sarapiquí


Llega la noche y todos los chiquillos estamos en la cama, apenas cubiertos por una delgada sábana para no ahogarnos del calor. Las habitaciones son amplias, las puertas permanecen cerradas y todas las ventanas tienen cedazo para evitar que entren zancudos. La casa huele a madera y a campo, y aunque las paredes de los cuartos estén pintadas de blanco, se tornan negras y oscuras de noche.
Estamos todos llenos de emoción, luego de un día en la finca, jugando bajo el sol y la lluvia, corriendo sobre el pasto, comiendo palmito y guayabas, acariciando a Muñeco el burro, recordando a carcajadas los juegos de hoy y pensando en las travesuras que haremos mañana. También llenos de temor, porque pronto apagarán la planta eléctrica y quedaremos completamente a oscuras, apenas protegidos por esa delgada sábana, que evita que lleguen hasta nosotros los monstruos de la noche: los murciélagos, cucarachas, arañas, alacranes y cualquier criatura nocturna del campo. Solo Ñurdo y Azulito sabemos no llegarán, ellos son personajes de las historias de la ciudad.
Hoy fue un día largo, el trayecto en jeep desde la ciudad es de varias horas. Vamos atrás con los cajones de comida y la marqueta de hielo envuelta en aserrín y metida en un saco de gangoche, comprada en la fábrica de hielo y calculada para que nos dure el fin de semana. Mi abuelo al volante con su sombrero campesino y sus botas de hule. Mi abuela al lado rezando el rosario, cada misterio como de 17 avemarías porque va cabeceando y se queda dormida antes de terminar las oraciones.
El trayecto preferido de todos, la catarata de La Paz, impresionante caída de agua. Esa blancura, esa frescura y fuerza con la que cae desde muy alto es digna de observar por un rato y pensar en la grandeza de Dios y la naturaleza que nos dió.
Aprovechamos para comer un bocadillo, unos sandwiches de pepino y mayonesa preparados por mi madre, unos refrescos y con suerte uno o dos confites.
Seguimos el viaje, y al llegar a la finca, vemos que ha llovido y la entrada está con lodo, subir la cuesta hasta la casa será toda una hazaña del chofer al volante, y toda una aventura para nosotros. El carro patina y se mueve en todas direcciones, el motor ruge con fuerza para vencer al barro que salpica hasta las ventanas del jeep. Llegamos finalmente a la casa, con barro hasta en las orejas, pero orgullosos y contentos de haberlo logrado.
Una vez que hemos desempacado, vamos de visita a la casa del mandador, que parece tener como 150 años y 70 hijos, casado una docena de veces. Siempre ha existido en mis recuerdos y pareciera que siempre ha tenido la misma edad. Vive en una casita pequeña de madera a la entrada de la finca, donde hay güilas por todos lados, que salen por todas las puertas y ventanas.
Sigue la noche, comienza a llover. Cuando llueve en Sarapiquí, llueve con fuerza, llueve a caudales. Los pajaritos buscan refugio bajo las hojas en la copa de los árboles que se ven desde el balcón de la casa. Los imagino buscando abrigo bajo las alas de sus madres. Yo en mi cama, abrigada y calientita, seca y feliz.
Llueve por horas, acurrucando nuestros sueños, refrescando la noche y llenando el río al que ojalá vayamos mañana. Ese gran río plano, ancho, al que los abuelos nos enseñaron a respetar por su fuerza, por su corriente que cuando decide crecer, no vacila y se lleva lo que haya a su paso. Pero cuando está tranquilo, nos refresca con su calma, su claridad, su dulzura.
Y al llegar el domingo regresaremos a San José, cargados de manzanas de agua, guayabas, picados por los zancudos, tostados por el sol y con los zapatos llenos de barro, pero llenos de anécdotas, de energía, de felicidad.
Sonrío y cierro los ojos para volver al sueño. Debo dormir, la noche es larga en el campo. Llenos de emoción, sentimos felicidad, estamos como en una cuna de amor. Los adultos están afuera en el balcón, tocando guitarra, conversando, pensando en qué sorpresa nos darán al día siguiente, dónde iremos a pasear.
El sonido de la lluvia en el fondo, la conversación de los adultos casi como un susurro y la guitarra melódica son la combinación perfecta para caer profundamente dormidos.
Huele a campo, huele a familia!